Buen martes a todos,
No tenía planeado hablar de esto, pero la inspiración me ha hecho cambiar de tema. Y digo inspiración, cuando posiblemente lo que quiero decir es envidia. El sábado pasado se compartió por redes sociales una cantidad innumerable de fotografías de auroras boreales en sitios donde no es habitual verlas. En España se compartieron muchas fotos impresionantes y, si bien muchas de esas instantáneas contaban con una alta exposición, no niega la realidad: las auroras boreales fueron visibles en latitudes anormalmente bajas.
Esto automáticamente me remontó a una espinita que tengo clavada desde hace tiempo. En 2015, decidí con unos amigos ir a visitar a Islandia a principios de primavera. La idea era buscar el equilibrio entre la posibilidad de ver una aurora boreal, pero también tener la suficiente luz diurna como para poder disfrutar del país y su naturaleza. Sonaba maravilloso en nuestra cabeza, pero la realidad es que con los vuelos ya comprados nos percatamos de que íbamos a visitar un país aún cubierto de hielo y nieve1. Nos constaba que era poco probable disfrutar de una aurora boreal, pero estaba dentro de lo posible. Así que planificamos varias noches en cabañas en medio de ningún lugar, para que la contaminación lumínica no fuera un problema. No fuimos lo suficiente listos como para planificar el viaje en luna nueva, cuando los cielos son mucho más oscuros, pero sí que monitorizamos día a día la nubosidad de los cielos y el índice geomagnético K.
Contra todo pronóstico, nuestra oportunidad llegó el 28 de marzo, cuando estábamos en una pequeña cabaña al sur de la isla2. Serían cerca de las nueve o diez de la noche cuando nos percatamos de que unos chavales de una cabaña cercana salían corriendo para mirar el cielo. Como si fuéramos meros lemmings, nosotros también salimos corriendo y ahí estaban: muy cerca del horizonte hacia el norte se podía apreciar unas luces verdes bailarinas. Aquí es donde llego mi particular ruina3. Al poner mi cuerpo de repente a -10°, me di cuenta de que la naturaleza interna me llamaba, así que tuve que evaluar opciones. Quería disfrutar del momento con tranquilidad, así que tomé la opción de pasar por el baño para librarme de esa presión. Y bueno, error. Cuando quise salir, la aurora ya se había marchado. Apenas había durado diez minutos, nueve de los cuales yo los pasé haciéndome fuerte en el trono de loza. Como no podría ser de otro modo, no volvimos a ver una aurora aquella noche, ni ninguna de las siete noches que nos quedaban en Islandia.
El pasado viernes tampoco disfruté de esta maravilla de la naturaleza, aunque muchos de mis compañeros ingleses sí que supieron darme envidia mandándome fotos de ese magnífico evento. La espinita sigue clavada y espero quitármela algún día. Mientras tanto, os dejo por aquí una breve historia sobre cómo descubrimos lo que son las auroras boreales y el primer mapa que describió su distribución geográfica.
Los primeros avistamientos de auroras
Tratándose de un evento natural, las auroras han ocurrido en la Tierra desde mucho antes de que el ser humano existiera. A medida que comenzamos a ocupar latitudes donde las auroras son más frecuentes, comenzaron a ser avistadas. A medida que la escritura se hace más frecuente en las distintas civilizaciones, comienzan a aparecer registros históricos de su avistamiento, como es el caso del astrónomo real de Nabucodonosor II, la referencia en los Anales de Bambú, o la descripción de Piteas en la crónica de su periplo por los mares del norte de Europa4. Aristóteles puede que sea el primero que aporta una descripción más concreta en su libro Meteorología:
A veces, en una buena noche, vemos una variedad de apariencias que se forman en el cielo: "abismos", por ejemplo, y "trincheras" y colores rojo sangre.
En el hemisferio sur, también hay registros de las auroras que se remontan muchos siglos atrás. Según la mitología maorí, las grandes antorchas del cielo, nombre con el que se refieren a las auroras, fueron encendidas por Ui-te-Rangiora, un navegante maorí que se adentró en el siglo VII hacia los mares del sur. Los aborígenes australianos también asocian a las auroras con el fuego, pero en su caso como evidencia del mundo de los espíritus y de la tierra de los muertos.
En Escandinavia, a pesar de que su frecuencia es mucho mayor que en otros lugares con latitudes más bajas, la primera mención a las auroras boreales se encuentra en Konungs skuggsjá, un texto educativo noruego del siglo XIII. En este libro se menciona el fenómeno observado por unos marinos que volvían de un viaje a Groenlandia. La aurora, que posiblemente era de alta intensidad, se explicaba en el libro mediante tres hipótesis: como rayos de sol que lograban alcanzar el lado oscuro de la Tierra, como fuegos que rodeaban los océanos, y como glaciares que habían almacenado energía suficiente como para volverse fluorescentes en la noche.
Ya en el siglo XVII, Galileo Galilei acuñó el término “aurora boreal” para referirse a este suceso que aún utilizamos en la actualidad. Para ello tomó a la diosa romana Aurora, que personifica al amanecer, junto al dios griego Bóreas, que personifica al viento del norte. Esto hacía únicamente referencia a la aurora que sucedía en el hemisferio norte, así que para su equivalente en el sur acuñó el término “aurora austral”. Curiosamente, en este caso no tomó como inspiración a Notos, el dios griego de los vientos del sur, sino a su equivalente romano Austro.
El evento Carrington y los primeros mapas de auroras
Con el auge de los naturalistas, la ciencia y el interés por entender el mundo, cada vez fueron más los que registraron los avistamientos de auroras en un interés por lograr una explicación. Ese gran volumen de datos pronto se convirtieron en ilustraciones que dibujaban patrones que ya tenemos muy interiorizados: las auroras son más comunes en las latitudes más altas y parecen centrarse cerca de los polos geomagnéticos.
El punto de inflexión llegó en 1859. En la noche del 28 de agosto, se avistaron auroras boreales por toda Norteamérica, con una intensidad hasta entonces desconocida. Los avistamientos se sucedieron durante varios días, con un pico de intensidad alcanzado entre el 1 y el 2 de septiembre. Quizá no habría ido más allá de una forma más que tiene la naturaleza de maravillar a todos, de no ser porque el telégrafo se había inventado pocos años antes y ya se había convertido en un sistema de comunicación esencial, especialmente desde que se hubiera conectado Europa y Norteamérica en 1858. El evento Carrington, que es como se conoce a esta tormenta solar, provocó que toda la red de telégrafo mundial estuviera varios días sin funcionar, siendo culpable de múltiples incendios en centrales de telégrafo en Europa y Norteamérica.
Este hecho sirvió de inspiración para que Elias Loomis comenzara su trabajo de recopilación de datos sobre auroras boreales. Entró en contacto con científicos y observadores de Norteamérica, Europa, Asia y Sudamérica. Recopiló información sobre el evento Carrington, pero también aprovechó para buscar tanta información como estuviera disponible sobre la frecuencia de auroras en distintos puntos del mundo. Con toda esa información publicó hasta nueve artículos en el American Journal of Science durante los dos años siguientes.
Quizá el hallazgo más importante fue poder establecer una relación directa entre las auroras boreales y las auroras australes. Tal y como apuntaban los testimonios recogidos, los avistamientos de auroras boreales en el hemisferio norte se correspondían con avistamientos de auroras australes en las mismas fechas y en latitudes semejantes. Además, Loomis también obtuvo información suficiente como para publicar el primer mapa de distribución de auroras boreales, en 1860.
La visualización de los avistamientos de auroras en un mapa aporta información muy valiosa. Por un lado, muestra que la latitud óptima para ver una aurora no es el mismísimo polo norte, sino más bien cerca del círculo polar ártico. Por otra parte, se aprecia con facilidad que el círculo que describen las auroras no está centrado en el polo norte geográfico, sino en otro punto que parece estar situado ligeramente hacia Norteamérica. Esto se debe a que el polo geomagnético no se corresponde con el polo geográfico, y hacia 1860 este se encontraba al norte de Canadá5.
A este mapa le sucedió otro mucho más detallado por Hermann Fritz. Este geofísico alemán pasó gran parte de su vida dedicado al estudio de las auroras boreales, haciendo múltiples viajes y recopilando datos, tanto por sus propias observaciones como por testimonios de gente local. En 1874 se puso en contacto con el cartógrafo August Heinrich Petermann y con toda la información publicaron este gran mapa de distribución de auroras en el hemisferio norte.
Una cosa que puede resultar curioso al observar este mapa es que dice que afirma que la frecuencia con la que se puede observar una aurora boreal en latitudes tan bajas como España es un 1 % la frecuencia con la que se observan cerca del círculo polar ártico, lo que supondría casi un avistamiento al año. Aunque resulte sorprendente, ese dato se aproxima mucho a la realidad, tal y como cuenta José Miguel Viñas en un artículo que publicó hace pocos días sobre los avistamientos de auroras boreales en España.
El estudio de las auroras se intensificó a finales del siglo XIX y, pocas décadas más tarde, las teorías del físico noruego Kristian Birkeland ligaron las auroras boreales con el campo magnético terrestre. Se aproximó al fundamento, aunque erró en el origen de los fotones. En la década de 1930, Sydney Chapman y Vincent Ferraro propusieron que las auroras estaban causadas por la llegada de nubes de partículas cargadas eyectadas del sol a la magnetosfera terrestre, lo que resultó ser una descripción muy cercana a la explicación con la que contamos en la actualidad.
El pasado 16 de abril se publicó mi primer libro, sobre la historia de la propaganda hasta la Segunda Guerra Mundial. Echad un vistazo si queréis más detalles… ¡Y corred la voz!
Muchas gracias por la acogida. Se agradece.
Esto puede ser una historia para contar en otro momento. Pero sí, en nuestra cabeza primavera sonaba a primavera, pero, como es evidente, el tiempo primaveral no llega hasta junio a Islandia. En marzo, quitando unas pocas áreas en el sur, Islandia está totalmente cubierta de hielo (carreteras incluidas). Esto también es fascinante, pero un fascinante mucho más gélido.
Una cabaña muy lejos de las joyas que suele compartir Eva Morell en su maravillosa newsletter que os animo a echar un vistazo.
Ruina en referencia a ese fabuloso podcast que me hace reír tanto. Os recomiendo mucho que le deis una oportunidad, no defrauda.
En la tradición oral, hay muchas leyendas cuyo origen se remonta varios milenios antes de Cristo que ya hablan de las auroras. Aquí solo menciono los registros históricos a modo de crónicas que nombran el avistamiento de auroras. Curiosamente, en los Anales de Bambú se hace referencia a una aurora que pudo ocurrir hacia el 950 a.C., a pesar de que la crónica se publicó en el siglo III a.C.
El polo norte magnético ha cambiado mucho, especialmente en las últimas décadas. En este mapa podéis ver la vertiginosa velocidad que ha cogido, ya que ahora está más cerca de Rusia.
Hermosos mapas. Me hicieron recordar a las líneas meridionales de los 40 bramantes o los 50 furiosos, aunque no sé si se alcanza a ver la aurora austral en esa latitud, en medio del mar.
Gran trabajo 👏🏻
Pues para no tener previsto hablar de ello, te lo has currado un montón.